¿Debemos de volver a (pre)ocuparnos por las residencias?
Hace ya días que comienzan a verse los primeros casos de COVID19 en residencias de ancianos de al menos una decena de comunidades autónomas. Estos centros simplemente reflejan el estado en el que se encuentra la pandemia y que hemos pasado “de la ignorancia a la imprudencia”, como dice el Presidente de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología (SEGG). En España, unas 380.000 personas viven en 5.400 residencias.
Luchas políticas sin acciones efectivas
Durante mayo y junio hemos presenciado un auténtico partido de baloncesto en el que unos y otros se han ido lanzando el balón caliente de las residencias: denuncias ante juzgados, acusaciones políticas por la mala gestión, lanzamiento de balones de las comunidades al gobierno central y de éste a las empresas privadas. Éstas pidiendo presupuesto mientras los sindicatos denuncian las malas condiciones laborales. Las asociaciones de familias en eterna conversación con unos y otros haciendo lo que pueden, y los medios de comunicación informando sobre las difíciles circunstancias por las que pasaron las residencias aquellas semanas en las que nunca consiguieron abrir un informativo.
Ahora ya sabemos que el 85% de la residencias son privadas, y que muchas pertenecen a fondos de inversión con cuentas en paraísos fiscales. Que en los tiempos de mayor colapso en los hospitales y las funerarias, los residentes fueron los más olvidados. Que hay un excelente personal que hace lo que puede en estos centros. Y que más de 19.000 ancianos y ancianas murieron sin la compañía de sus familias.
Pero entre todos estos balones, ha estado ausente la voz de los protagonistas fundamentales: los ancianos que siguen confinados en el mismo lugar desde que entraron en las residencias, sin quejarse y recibiendo ahora un máximo de una visita a la semana durante 30 minutos (quien tiene a alguien que lo visite durante el verano). A pesar de las dialécticas políticas sobre el sector, se nos han pasado los meses y estos centros continúan con la misma falta de personal y de presupuesto que vienen arrastrando desde siempre. Mientras, el único protocolo de actuación frente a la COVID19 que ha habido para todo el territorio (el del 24 de marzo) ha desaparecido sin hacer ruido, dejando en manos de las Comunidades Autónomas la regulación de la situación y la decisión sobre cómo proceder.
¿Qué podemos hacer ahora?
Así llegamos a agosto, con decenas de rebrotes en las residencias, con una regulación desigual e insuficiente, con las mismas carencias y con los mismos riesgos de que se vuelvan a repetir las cifras de abril: 2 de cada 3 muertos por coronavirus pueden volver a ser ancianos institucionalizados. Esto ha sido denunciado abiertamente hace poco por Médicos Sin Fronteras en su informe “Poco, tarde y mal”. El informe además realiza recomendaciones sobre cómo enfrentar esta situación, al igual que lo hace la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología (SEGG) para salvar así la pasividad veraniega de los reguladores. Ambos insisten en la necesidad de incrementar el personal y de no olvidar que hay que reforzar la atención psicoemocional de los residentes con urgencia ya que mantenerlos aislados tiene graves perjuicios para su salud mental y física. Además, en las 10 recomendaciones recientemente publicadas de la SEGG se insiste que hay que dividir en sectores las residencias, establecer protocolos y planes de contingencia en función de la capacidad, así como formar a los trabajadores y hacerles tests continuos. Más allá de garantizar una asistencia hospitalaria, tenemos que procurar que el virus no llegue a entrar en las residencias.
Para todo ello, exigir un aumento de presupuesto es fundamental, lo que acompaña a aumentar la ratio de trabajadores por residente, que actualmente está en un 0.35 de media. Esto quiere decir que, en función de la comunidad autónoma, cada tres ancianos comparten un trabajador/a, incluyendo en este número desde la enfermería hasta la cocina, limpieza, dirección o auxiliares. A pesar de que la atención debería ser mayor ahora porque el trabajo y los tiempos que se tardan se han duplicado, la ratio no se ha movido. Así que los residentes siguen atendidos de manera insuficiente, los trabajadores estresados y este coronavirus llamando a las puertas una y otra vez. El aumento urgente de personal y de presupuesto tan necesario no se hará mientras no sea obligatorio, por ello se lanzó en junio esta petición de change.org.
El aumento de presupuesto también es necesario para mejorar la capacidad de oxigenoterapia, un paso previo a la asistencia hospitalaria cuyos beneficios ya están ampliamente demostrados ante síntomas de COVID. Un concentrador de oxígeno no es más que un aparato que se alquila, se enchufa y suministra una cantidad de oxígeno que es inferior a la de los hospitales pero fundamental para no agravar la situación de muchos pacientes. Hay que recordar además que para poder soportar la colocación de un respirador y la posterior recuperación hay que tener bastante fortaleza física, lo que no es habitual entre ancianos, por lo que los concentradores de oxígeno son fundamentales.
Un día en la vida de una residencia
Somos Memoria sigue en contacto con trabajadores y con más de 4.000 residencias a través de llamadas y correos electrónicos semanales. El objetivo desde final de marzo ha sido saber de primera mano cómo estaban, si necesitaban material sanitario de donación para poder facilitárselo e informarles de las iniciativas que podían servirles. No ha habido distinción entre residencias públicas y privadas a la hora de llamarlas, pero un gran número sigue pidiendo aún hoy guantes, batas o mascarillas. Hay casos en los que el propio personal está comprando este material y otros en los que no van protegidos con pantallas faciales hasta que se comunica un caso COVID19. Es importante esta protección ya que quienes trabajan en las residencias son personas normales, que salen a diario a sus casas, que tienen familias, que van a comprar y que pueden repetir los mismos patrones de incidencia que el resto de la sociedad.
Quien conoce estos centros desde dentro sabe la heterogeneidad y la complejidad que tienen. La diversidad cognitiva y física dentro de una residencia siempre ha hecho fundamental un trato personalizado, lo que es aún más difícil en estos momentos de coronavirus en los que falta tiempo. En las más grandes, conviven muy de cerca personas con un alto grado de dependencia, personas con una memoria extraordinaria que apenas caminan, o personas que caminan todo el día pero no saben dónde están. Suele haber residentes que están llamando a gritos a su familia durante horas, otros que siempre se quejan de tener horarios y de no poder elegir la comida, algunos que se pasan el día buscando una puerta para salir, y otras personas que hacen amistades con las que hablar y pasar la tarde. Mientras hay gente en sillas de rueda aparcadas en grandes salones frente al mismo canal de televisión, otras acuden a alguna actividad y otras continúan caminando preguntando dónde están a cada persona que ven. Todo se cuenta en tiempos antes y después de la comida y existe esa sensación de espera permanente. Espera a una visita, a una llamada, a un recuerdo, a unas palabras o a ese momento. Con el coronavirus, los ratos del personal para detenerse es aún más escaso, las visitas no existen, los espacios se reducen y la incertidumbre se acrecienta.
Todo esto nos hace plantearnos el modelo de envejecimiento que estamos construyendo. Vamos perdiendo a la generación más resiliente de nuestra historia cercana en centros en los que nosotros mismos no querríamos llegar a vivir. Los sistemas de cooperativas de envejecimiento aún no tienen resuelta la atención constante que se necesita cuando la dependencia es mayor. Y los estilos de vida urbanos, de continuos viajes y apartamentos pequeños, dificultan el envejecimiento autónomo y semi-acompañado de hace cuatro décadas.
Momentos sin duda de repensar el modelo de envejecimiento que estamos construyendo y cómo queremos acercarnos a nuestra etapa de mayor experiencia. Pero ahora, con urgencia, tenemos que exigir a administraciones y empresas que regulen las residencias para que tengan más personal, mayor presupuesto y medidas claras para que no se vuelvan a repetir las cifras de abril: 2 de cada 3 muertes se produjeron en residencias sin la compañía de las familias.